CuentosParaNoPubliCarlos nº13: El Afortunado

Aquí está el relato que presenté al Segundo Premio de Relatos Medievales, no ha sido seleccionado entre los finalistas, cosa que era previsible por otra parte 🙂 pero me apetecía participar y el año que viene también volveré a participar.

El Afortunado, CPNPC Nº13
Fue en el caluroso amanecer de un campamento de verano. Las moscas asediaban nuestros cafés y huyíamos del sol refugiándonos en la sombra de los quercus pues a las ocho de la mañana el calor era ya insoportable. Ake soltó un exabrupto sobre las moscas y a mi me vino a la mente la imagen de cientos de cadáveres cubiertos de moscas. Miré el valle que se abría ante nosotros y mi imaginación lo convirtió en el escenario de una reciente batalla. Mi imaginación fue más allá y una frase se abrió paso:

Santiago abandonó con desdén el escudo.

En un impulso irresistible abandoné mi café a las moscas y subi hacia las tiendas que se tostaban al sol, saqué de mi mochila mi libreta de cuentos y mi pluma y regresé al frescor de los árboles. De un tirón escribí el relato que mi imaginación hizo estallar a continuación.
Como siempre que escribo, no supe el nombre que tendría el relato ni su final hasta que lo concluí. Y así nació, en aquel paraje conocido como La Solana del Quemao, el día de Santiago Apostol de mil novecientos noventa y ocho, este relato.
El Afortunado fue el primero de varios relatos bañados en la oscuridad, que no en el pesimismo, que a veces rodea mis obras. Incluso pensé incluirlo en una nueva colección que creé adrede, Tierras Oscuras, pero que finalmente decidí reservar a otros menesteres.

El Afortunado

CUENTOSPARANOPUBLICARLOS NÚMERO TRECE



Santiago abandonó con desdén el escudo. De haber nacido agradecido el hecho de que lo forjara su enemigo no le habría impedido recordar que le había salvado la vida numerosas veces desde que el sol saliera.

Bajo sus cejas grises los furibundos ojos recorrieron las colinas ensangrentadas. La batalla se inició en plena noche, y desde aquel momento, Santiago, nacido herrero en las tierras del Duque de Altas Peñas cuarenta inviernos atrás, había luchado encarnizadamente por su vida. Los graznidos de los grajos hendían los lamentos de los cientos de heridos que agonizaban en el valle. El herrero aún permanecía en el lugar donde su último contendiente había perecido. A sus pies el escudo abandonado reflejaba el sol del mediodía. Era una pieza de bronce fraguada por alguien más entendido en forja de lo que jamás llegaría a ser Santiago. El hombre había pasado de forjar rejas de arado a picas y espadas para la guerra. Pero Santiago no amaba su arte, todo lo hacía sin amor ni pasión, había nacido en casa de un herrero y había continuado con esa labor el día en que su padre se derrumbó en la fragua. Por eso el escudo no le interesaba lo más mínimo. Detuvo su mirada sobre los nobles que cabalgaban victoriosos por la cuerda de la colina más próxima, la batalla estaba ganada y, probablemente, también aquella guerra que le había sacado de su pueblo hacía ya tres años.

El herrero levantó el hacha de doble hoja hasta hacer reposar el mango sobre su fornido hombro. Después, y con paso tranquilo, se dirigió al sur, al campamento, pues esta era la única orden de todas las batallas: «Luchar y reunirse». No prestó atención a los cuerpo que se que se apelmazaban aquí y allá. De haber conocido la dimensión de la contienda quizás encontrara insignificante la cifra de un millar de muertos. De haber sabido que nimiedad originó la guerra probablemente le hubiera ablandado tantos

muertos en una sola noche. Alguno aún se movía, como ese desgraciado que trataba de levantarse mientras la vida se le escapaba a través de un tajo que le abría entero el costado. Santiago se desvió y de un solo hachazo cercenó la cabeza del hombre, poniendo un fin piadoso a su sufrimiento. Este gesto le llevo a la conversación de la noche.

-oOo-

-Dicen que por cada enemigo hay cinco de los nuestros y que la batalla no tendrá lugar. Nuestro señor acordará una rendición y volveremos a casa.- Santiago sólo repetía lo que un soldado le había dicho. Los demás campesinos asintieron con la cabeza sin saber que esos rumores sólo eran para elevar la moral de la tropa. Un joven de largas trenzas rojas se unió al grupo, sentándose también junto a la hoguera. Sacó de su zurrón un trozo de pan negro y empezó a comer en silencio, sin participar en la conversación.

-¡Oye Santiago!- Exclamó sin venir al caso un orondo y maduro rubio cuya sonrisa y jovialidad alegraba la noche. -¿Hoy es nuestro cumpleaños, verdad?- El herrero miró al panadero, vecino de su pueblo. A ambos los nacieron la misma mañana y como sólo había una partera, metieron a las dos madres a alumbrar en el mismo establo. El panadero tenía peor memoria que él y siempre, siempre, le preguntaba. Santiago negó con la cabeza.

– Es mañana, no hoy.- Contestó ausente. No es que le cayera mal su vecino, sino que Santiago no era amable con nadie hasta el punto de considerarlo un amigo. Entonces intervino el pelirrojo que hasta ahora comía y callaba.

– Dicen los viejos de mi pueblo que el afortunado que muera el día de su cumpleaños va directamente al paraiso. Por muchos pecados que contenga su vida.-

– Eso he oido.-

-Si, también lo decía mi madre.- Los hombres fueron dándole la razón al desconocido, pero éste seguía comiendo sin mirar a nadie. Santiago conocía el dicho pero eso no le ayudó a digerirlo. Apretó los dientes y tragó su rabia.

Desde que sonaran los cuernos avisando de la emboscada y durante cada uno de los lances que Santiago había sufrido, el maldito dicho había vuelto a su mente. Ahora, mientras caminaba sobre los muertos, la conversación de la noche revivía en él. Los gritos del enemigo resonaron en el valle apenas el fuego se extinguiera y el segundo pensamiento de Santiago, el primero había sido coger su hacha, fue aplastar con ella el cráneo del inconsciente que con sus palabras había atraído el mal sobre ellos.

Santiago dió un rodeo para evitar un grupo de grajos que picoteaban unos cadáveres amontonados. Sin ninguna expresión contempló el cúmulo, contando mentalmente los muertos. Sabía que era obra del bárbaro que como mercenario combatía con ellos. Siempre hacía pilas con sus víctimas para luego quemarlas según un ritual de su tierra. Más allá Santiago encontró al guerrero de cabeza rapada sentado, la espalda apoyada contra un arbol. Hubiera podido estar durmiendo si no fuera por el agujero sangriento de su pecho. Algún enemigo le ganó la mano.

-oOo-

Santiago se había jurado no morir hoy. No es que una mujer le esperara a su regreso, ni que una familia necesitara a su padre. Tampoco el cierre de la herrería le preocupaba. Sólo que al oir las palabras, por otra parte conocidas, de aquel joven su pensamiento había sido no morir hoy.

Había luchado con denuedo, derribando incluso a aquel caballero de dorada armadura cuyo escudo colaboró con su deseo. No sabía el porqué de la guerra, ni le interesaba la justificación de la contienda. No sabía porqué pero se aferraba a su miserable vida.

Como hombre de mente fría y corazón pausado, el herrero no cavilaba siquiera sobre la razón de su deseo. Anhelaba vivir por lo menos ese día, y ahora que una tétrica paz lo rodeaba continuaba alerta. No fuera que un enemigo desertor y cobarde le matara en un descuido como al mercenario.

Se pasó la mano por la espesa barba. Estaba sediento pero el estrecho río corría rojo, aún debía esperar a llegar al campamento para beber agua limpia. Cruzó sin miramientos las coloradas aguas y ascendió por la otra vertiente. Varias paratas de árboles frutales se sucedían hasta la loma. Allí un pueblo ardía con negra y penosa humareda. El herrero resopló con fuerza, el poco viento no conseguía aliviarle del calor que el intenso sol de verano repartía a mansalva. El cansancio acumulado caía ahora sobre él como los grajos sobre sus compañeros muertos.

-oOo-

Un poco antes de llegar al pueblo divisó un manantial entre las rocas y un breve sonrisa recorrió su boca. Encaminó sus pasos hacia él y al principio apenas se fijó en el herido que se arrastraba también hacia la fuente. Era un hombre fornido, con los cabellos llenos de tierra y las piernas sin vida. El rastro de sangre dejaba adivinar que desde que lo hirieran había recorrido un buen trecho, y perdida la suficiente sangre como para matarlo, pensó Santiago.

Sólo entonces reconoció a su vecino, el panadero. Soltando su hacha corrió hacia él, se agachó y llamándole por su mote, le dió la vuelta.

-¡Hogazas! ¡Soy yo! El herrero! El hombre tenía el vientre cubierto de sangre embarrada y Santiago se dio cuenta que si no la pérdida de sangre no lo mataba lo haría la infección. En esa carnicería no se distinguía siquiera la herida, pero esto carecía ya de importancia. -No te muevas!- Le dijo, – yo te traeré agua.- Su vecino sonrió y dijo gracias si bien de su boca no salió ningún sonido. Santiago se levantó y fue a la fuente, colocó su caño bajo el fino caño y maldijo al caudal y a todos los dioses por no poder llenar el improvisado recipiente más rápido. Impaciente, volvió hacia su vecino con la poca agua que había recogido, pero era ya tarde. Hogazas tenía la mirada fija en el cielo azul y la misma sonrisa que llevara toda su vida.

Entonces el herrero pronunció entre lágrimas, por primera y última vez, el nombre de aquel que habiendo nacido a la par que él, en la misma miseria y bajo el mismo techo, siempre fuera, hasta su cuarenta cumpleaños, más afortunado que él.

-Adios, Santiago.-

El Afortunado

Un relato de Darzee desde la Solana del Quemao, Valdepeñas de Jaén

en la festividad de Santiago Apostol del Año de Nuestro Señor de Mil Novecientos Noventa y Ocho


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